sábado, 5 de febrero de 2011

Dios! Dios mío! Dónde estás?


5 de febrero

¿Qué remedio se debe emplear con estos Judas infelices para hacerlos recapacitar? ¿Qué remedio se puede aplicar para que estos verdaderos muertos resuciten? ¡Ah!, padre mío, el alma se me rompe de dolor; también a éstos Jesús les ha dado un mensaje, un abrazo, un beso. Pero para estos miserables ha sido un mensaje que no los ha santificado; un abrazo que no los ha convertido; un beso, ¡ah!, estoy por decir, que no los ha salvado y que a la gran mayoría quizás no los salvará nunca.

La piedad divina ya no los ablanda; no se sienten atraídos por los beneficios; no se corrigen con los castigos; ante las dulzuras se insolentan; con las dificultades se pervierten; en la prosperidad se encolerizan; en la adversidad desesperan; y, sordos, ciegos, insensibles a las dulces invitaciones y a los duros reproches de la piedad divina que podrían sacudirlos y convertirlos, no hacen sino afirmarse en su endurecimiento y transformar en más densas sus tinieblas.

Pero, padre mío, ¡qué tonto soy!; ¿quién me asegura que no me hallo también yo en el número de estos infelices? También yo siento sed de esta agua del paraíso; pero ¿quién sabe si no es precisamente aquella otra agua la que ardientemente desea mi alma?

Y este tormento se va intensificando más y más, a medida que esta agua no apaga la sed sino que, por el contrario, la aumenta cada día.

¿No es quizás éste, padre, un motivo poderosísimo para pensar con razón que el agua que desea mi pobre alma quizás no sea precisamente aquella de la que el dulcísimo salvador nos invita a beber a grandes sorbos?

(10 de octubre de 1915, al P. Agustín de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 666)

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