30 de marzo
Hijo mío, convéncete de esto: Dios puede rechazar todo en una criatura concebida en pecado y que lleva en sí la impronta indeleble heredada de Adán; pero no puede rechazar de ningún modo el deseo sincero de amarle. Por tanto, si por otros motivos no puedes estar seguro de su celestial predilección, y si la acogida que prestas a quien te habla en nombre del mismo Dios no te alivia y conforta, lo debes creer al menos por este deseo sincero que tú tienes de amarle.
Te ruego, pues, en nombre de Dios, que no te dejes vencer por ese temor que me manifiestas en tus cartas; es decir, el temor de no amar y no temer a Dios; porque me parece que el enemigo te quiere llevar a engaño. Sé, hijo mío, que nadie puede amar dignamente a su Dios. Pero cuando un alma pone todo lo que está de su parte, y lo hace todo con recta intención, y confía en la divina misericordia, ¿por qué la va a rechazar Jesús? ¿Acaso no es él el que nos ha mandado que amemos a Dios con nuestras fuerzas? Por tanto, si tú has dado y consagrado todo a Dios; si, como consecuencia, buscas llenar tu corazón de sólo Dios; y con una reflexión sincera e incansable vas descubriendo el modo mejor de servirle y amarle, ¿qué motivos tienes para temer? ¿Quizás porque no puedes hacer más? Pero Jesús no te lo pide todavía y, por tanto, no podrá condenarte. El Espíritu de Dios sopla cuando quiere, donde quiere y como quiere. Por otra parte, tú pide a nuestro buen Dios que realice él mismo aquello que tú no puedes hacer. Di a Jesús: ¿Quieres un amor mayor de mi parte? ¡Yo no tengo más! ¡Dámelo, pues, tú y yo te lo ofreceré! No dudes, Jesús aceptará la ofrenda y tú queda tranquilo.
(29 de marzo de 1918, a Fray Manuel de San Marco la Catola – Ep. IV, p. 424)
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