21 de marzo
Sé muy bien que la cruz es la prueba del amor; que la cruz es garantía de perdón; y que el amor que no es alimentado y nutrido por la cruz, no es verdadero amor, se queda en fuego de artificio. Con todo, a pesar de tener este conocimiento, este falso discípulo del Nazareno siente en su corazón que la cruz le es enormemente pesada y que muchas veces (no se escandalice y no se enfade, padre, ante lo que le voy a decir) va en busca de un piadoso cireneo que le alivie y le conforte.
¿Qué mérito puede tener mi amor ante Dios? Temo mucho por esto, por si mi amor por Dios es amor verdadero. Y ésta es también una de las espadas que, junto a las muchas otras, me oprime en ciertos momentos y hace que me sienta aplastado.
Y sin embargo, padre mío, tengo el grandísimo deseo de sufrir por amor a Jesús. ¿Y cómo explicar que después, ante la prueba, contra mi voluntad, se busque algún alivio? Cuánta fuerza y violencia debo hacerme en estas pruebas para hacer callar a la naturaleza, digámoslo así, que reclama con fuerza ser consolada.
Esta lucha no quisiera sentirla; muchas veces me hace llorar como un niño, porque me parece que es una falta de amor y de correspondencia a Dios. ¿Qué me dice de esto?
Escríbame, cuando lo quiera Jesús, y siempre largamente; sus repuestas sobre tantos problemas, dudas y dificultades las espero como luz del paraíso, como rocío benéfico en tierra sedienta.
(21 de abril de 1915, al P. Agustín de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 571)
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