miércoles, 18 de mayo de 2011

Paso para el Asnillo de los Capuchinos San Felix de Cantalicio


San Félix de Cantalicio Fraile Capuchino 1515-1587
La figura de San Félix de Cantalicio encarna en sí misma todo el espíritu de la Reforma Capuchina y de los primeros capuchinos: humildad, pobreza, simplicidad, jovialidad, fervor intenso en la vivencia de la oración y de la caridad, espíritu contemplativo y amor apasionado a Dios y al prójimo.
Nació en Cantalicio, al pie de los Apeninos, en 1515, en el seno de una familia de humildes labradores; sus padres tenían unos apellidos preciosos: Santo era el de su padre y Santa el de la madre, todo un símbolo. Con tan sólo doce años ayudaba a la casa paterna guardando ovejas y arando los campos de un rico señor. De niño era piadoso, penitente y largo en virtudes; gustaba escuchar historias de santos y mártires, deseando ser uno de ellos, y, aunque esperó algún tiempo por ayudar a la familia, un día decidió romper con el mundo: "voy a hacerme hermano capuchino". Un amigo le advirtió de que era una Orden demasiado austera y radical, pero él respondió: "Las cosas se hacen o no se hacen; no se pueden hacer a medias". Y así a los veintiocho años se presenta en el convento de Cittaducale (Rieti). El P. Guardián lo mira y le dice: "veo que vienes aquí para hartarte de comer, ¿no es cierto? Tienes pocas ganas de trabajar y te gustaría mandar a los hermanos como antes mandabas a los bueyes". El joven Félix respondió: "Es verdad, Padre, que no sirvo para nada y que soy un pobre pecador; pero he venido hasta aquí, os lo aseguro, con el único deseo de amar al Señor".
Y fue aceptado entre los capuchinos. Comenzó el noviciado en Antícoli de Campania, dedicado a la vida de oración, a la práctica de la penitencia y a la total imitación de San Francisco. Terminado el noviciado y a los treinta y dos años pasó a Roma como limosnero, donde permanecería por espacio de cuarenta años. Día tras día aparecía por las calles de la ciudad siendo el verdadero retrato de la modestia: absorto en Dios, no levantaba los ojos sin necesidad y con dulce y apacible sonrisa saludaba tanto a personajes célebres como a los bienhechores. Lo admiraban y apreciaban Cardenales, obispos, santos como San Carlos Borromeo, San Felipe Neri, gente de toda clase, e incluso hasta el mismo Papa. Un día Sixto V lo encontró en Trinitá dei Monti y le pidió un pan. El limosnero buscó en las alforjas para coger uno de los mejores. "No lo escojáis Fray Félix; déme el primero que salga". Y salió un panecillo duro y más negro que el carbón. "Tenga paciencia Santo Padre, no lo hice queriendo -- dijo Fray Félix -- y recuerde vuestra Santidad que también ha sido fraile".
Era siempre caritativo y bueno con los enfermos a los que visitaba y cuidaba tanto en la enfermería del convento como en los hospitales de la ciudad. Por su buen corazón para con los pobres se había ganado su admiración y estima. Era con todos un ángel de paz. "¡Deo gratias"!, ¡Deo gratias!", era su saludo preferido, cuando los niños querían divertirse en la calle, lo rodeaban llamándole "Fray Deo gratias", y él respondía con agrado: "¡Deo gratias, angelitos!".
Los romanos tenían también en gran aprecio y veneración a otro santo de aquellos tiempos: San Felipe Neri. Entre él y Fray Félix se sucedían acaloradas escenas de humildad para ver quién se arrodillaba primero delante del otro y recibir la bendición del santo amigo. Fray Félix callejeaba la ciudad con el sombrero negro que le había encasquetado San Felipe y éste se veía obligado a beber vino en público de la garrafa que le ofrecía Fray Félix. Tan grande era su amistad que para asemejarse a Cristo, se deseaban el uno al otro las más duras penas, saludándose así: "Buenos días Fray Félix. ¡Ojalá te quemaran vivo, por amor de Dios!" - "Salud, Felipe, ¡Ojalá te apaleen y te descuarticen, por el nombre de Cristo!".
Para remediar los desórdenes del carnaval -- muy célebre en Roma --, Fray Félix organizaba, junto con los Padres del Oratorio, rogativas de penitencia y mortificaba su cuerpo con grandes disciplinas. Una noche el P. Lupo -- célebre predicador capuchino -- se había quedado acurrucado en el púlpito de la pequeña iglesia conventual. Fray Félix entró en la iglesia y con la luz de una vela registró todos los rincones; cuando vio que no había nadie, comenzó a disciplinar su cuerpo con tal fuerza y persistencia, que el P. Lupo, no pudiendo contenerse más, exclamó: "¡Basta, Fray Félix; basta!". "¿Quién sois?". "El P. Lupo". "¡Dios os perdone!, pero ahora vete a dormir y déjame solo".
Toda su ciencia constaba de seis letras: cinco rojas, las llagas de Cristo, y una blanca, María Inmaculada. Fue grande su amor y devoción a la Virgen de la que recibió como regalo tener al niño Dios en sus brazos una fiesta de Navidad. A los hermanos jóvenes, además de darles ejemplo en la práctica de todas las virtudes, les recordaba una y otra vez: "Cuando se va a la calle hay que tener la mente en el cielo, los ojos en la tierra y el rosario entre las manos".
Y así, Fray Félix que ante las gentes de Roma que salían a su encuentro, pedía: "Paso para el asnillo de los capuchinos", llegó a la edad de 72 años lleno de virtudes. Ya sólo aspiraba ardientemente la paz del cielo. Un día confesó a sus hermanos: "El asno ha caído y no se levantará más". Postrado en su lecho recibió los últimos sacramentos. Luego su celda se llenó de una gran luz. Era la Virgen que, rodeaba de ángeles llegaba para confortarlo. Y Fray Félix, cerrando los ojos, entró en los gozos eternos.
Eran las 11 de la noche del segundo día de Pentecostés: 18 de mayo de 1587. Toda Roma se conmovió y acudió a venerar sus restos. Su cuerpo había quedado fresco y flexible como el de un niño. Luego, los milagros se multiplicaron sobre su tumba. Fue canonizado por Clemente XI en 1712. Con San Félix de Cantalicio, la Reforma Capuchina quedó definitivamente afianzada. Es el primer Santo de la Orden de Frailes Menores Capuchinos.



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