miércoles, 30 de marzo de 2011

Dame tu Amor y yo te lo ofreceré


30 de marzo

Hijo mío, convéncete de esto: Dios puede rechazar todo en una criatura concebida en pecado y que lleva en sí la impronta indeleble heredada de Adán; pero no puede rechazar de ningún modo el deseo sincero de amarle. Por tanto, si por otros motivos no puedes estar seguro de su celestial predilección, y si la acogida que prestas a quien te habla en nombre del mismo Dios no te alivia y conforta, lo debes creer al menos por este deseo sincero que tú tienes de amarle.

Te ruego, pues, en nombre de Dios, que no te dejes vencer por ese temor que me manifiestas en tus cartas; es decir, el temor de no amar y no temer a Dios; porque me parece que el enemigo te quiere llevar a engaño. Sé, hijo mío, que nadie puede amar dignamente a su Dios. Pero cuando un alma pone todo lo que está de su parte, y lo hace todo con recta intención, y confía en la divina misericordia, ¿por qué la va a rechazar Jesús? ¿Acaso no es él el que nos ha mandado que amemos a Dios con nuestras fuerzas? Por tanto, si tú has dado y consagrado todo a Dios; si, como consecuencia, buscas llenar tu corazón de sólo Dios; y con una reflexión sincera e incansable vas descubriendo el modo mejor de servirle y amarle, ¿qué motivos tienes para temer? ¿Quizás porque no puedes hacer más? Pero Jesús no te lo pide todavía y, por tanto, no podrá condenarte. El Espíritu de Dios sopla cuando quiere, donde quiere y como quiere. Por otra parte, tú pide a nuestro buen Dios que realice él mismo aquello que tú no puedes hacer. Di a Jesús: ¿Quieres un amor mayor de mi parte? ¡Yo no tengo más! ¡Dámelo, pues, tú y yo te lo ofreceré! No dudes, Jesús aceptará la ofrenda y tú queda tranquilo.

(29 de marzo de 1918, a Fray Manuel de San Marco la Catola – Ep. IV, p. 424)

lunes, 28 de marzo de 2011

Te amo con amor eterno


28 de marzo

El viernes por la mañana, estaba todavía acostado cuando se me apareció Jesús. Estaba muy triste y desfigurado. Me mostró una gran multitud de sacerdotes, religiosos y seculares, entre los que había varios dignatarios eclesiásticos; unos estaban celebrando, otros revistiéndose y otros quitándose los ornamentos sagrados.

Ver a Jesús angustiado me producía mucha pena; y, por eso, quise preguntarle por qué sufría tanto. No tuve respuesta. Pero su mirada se dirigió hacia aquellos sacerdotes; y poco después, casi aterrado y como si estuviera cansado de mirar, retiró su mirada y, cuando la levantó hacia mí, observé horrorizado dos lágrimas que le surcaban las mejillas. Se alejó de aquella turba de sacerdotes con una evidente expresión de disgusto en su rostro, gritando: «¡Matarifes!». Y dirigiéndose a mí, dijo: «Hijo mío, no creas que mi agonía fue de tres horas, no; yo estaré en agonía hasta el fin del mundo por culpa de las almas más beneficiadas por mí. Durante el tiempo de mi agonía, hijo mío, no hay que dormir. Mi alma va en busca de alguna gota de piedad humana; pero, ¡ay de mi!, me dejan solo bajo el peso de la indiferencia. La ingratitud y la indiferencia de mis ministros hacen más pesada mi agonía.

¡Ay de mí!, ¡qué mal corresponden a mi amor! Lo que más me duele es que a su indiferencia añaden el desprecio, la incredulidad. Cuántas veces he estado para fulminarlos en el acto, si no hubiese sido detenido por los ángeles y por las almas enamoradas de mí… Escribe a tu padre y cuéntale lo que has visto y me has oído esta mañana. Dile que muestre tu carta al Padre provincial…».

Jesús continuó hablando, pero lo que dijo no podré revelarlo nunca a criatura alguna de este mundo. Esta aparición me produjo tal dolor en el cuerpo, y mucho mayor en el alma, que pasé todo el día abatido; y habría creído morir si el dulcísimo Jesús no me hubiera ya revelado…

Por desgracia, ¡Jesús tiene todos los motivos para lamentarse de nuestra ingratitud! ¡Cuántos desgraciados hermanos nuestros corresponden al amor de Jesús arrojándose con los brazos abiertos en la secta infame de la masonería! Oremos por ellos, para que el Señor ilumine sus mentes y toque su corazón. Anime a nuestro padre provincial, que recibirá del Señor generosa ayuda de dones celestiales. El bien de nuestra madre provincia debe ser su preocupación continua. A esto deben ir encaminados todos sus esfuerzos. A este fin deben orientarse nuestras plegarias; todos estamos obligados a esto.

(7 de abril de 1913, al P. Agustín de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 350)

viernes, 25 de marzo de 2011

Oh llama de Amor vivo


25 de marzo

Tan pronto como me pongo a orar, enseguida siento el corazón como invadido por una llama de amor vivo; esta llama no tiene comparación con ninguna otra llama de este bajo mundo. Es una llama delicada y tan dulce que consume y no causa sufrimiento alguno. Es tan dulce y tan deliciosa que el espíritu siente tal complacencia y queda satisfecho, pero del tal modo que no deja de desearla; y, ¡oh Dios!, es algo tan maravilloso para mí que quizás no llegue nunca a comprenderlo, como no sea en el cielo.

Este deseo, lejos de privar al alma de esta plenitud, la va reforzando cada vez más. El gozo que siente el alma allí, en su centro, lejos de disminuir como consecuencia del deseo, va creciendo más y más; dígase lo mismo del deseo de disfrutar permanentemente de esta vivísima llama, porque tal deseo no queda anulado por el gozo, sino que permanece muchísimo más vivo como consecuencia del mismo deseo.

De esto deducirá que son cada vez más raras las ocasiones en las que me es posible discurrir con el entendimiento y gozarme con los sentidos.

(26 de marzo de 1914, al P. Benedicto de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 460)

miércoles, 23 de marzo de 2011

Por el Bautismo tenes una vida nueva


23 de marzo

Nosotros tenemos una doble vida: una, natural, que la obtenemos de Adán por generación carnal, y, como consecuencia, es una vida terrena, corruptible, amante de nosotros y llena de bajas pasiones; la otra, sobrenatural, que la obtenemos de Jesús a través del bautismo y, por lo mismo, es una vida espiritual, celestial, obradora de virtud. Por el bautismo se da en nosotros una verdadera transformación: morimos al pecado y nos injertamos en Cristo Jesús de tal manera que vivimos de su misma vida. Por el bautismo recibimos la gracia santificante que nos da vida, toda celestial; nos convertimos en hijos de Dios, hermanos de Jesús y herederos del cielo.

Ahora bien, si por el bautismo el cristiano muere a su primera vida y resucita a la segunda, es deber de todo cristiano buscar las cosas del cielo, sin preocuparse para nada de las cosas de esta tierra. Esto mismo lo insinúa el apóstol san Pablo a los Colosenses: «Así pues – dice este gran santo –, ya que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios».

Sí, el cristiano en el bautismo resucita en Jesús, es elevado a una vida sobrenatural, adquiere la hermosa esperanza de sentarse glorioso en el trono celestial. ¡Qué dignidad! Su vocación le exige desear continuamente la patria de los bienaventurados, considerarse como peregrino en tierra de destierro; la vocación del cristiano, digo, exige no poner el corazón en las cosas de este mundo terrenal; todo la preocupación, todo el esfuerzo del buen cristiano, que vive según su vocación, está dirigido a procurarse los bienes eternos; debe conseguir un modo de enjuiciar las cosas de aquí abajo como para estimar y apreciar sólo aquellas que le ayudan a alcanzar los bienes eternos, y tener, además, por viles todas aquellas que no le sirven para ese fin.

(16 de noviembre de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 226)

martes, 22 de marzo de 2011

De la Cruz a la Luz


22 de marzo

¿Cuál debe ser la divisa del cristiano? Dejemos que lo diga el apóstol de las gentes: «¿Ignoráis acaso – dice el santo apóstol, escribiendo a los Romanos – que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte?»; y ¿no recuerdas tú que todos nosotros, que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?

Por lo tanto, al decir de san Pablo, el bautismo, mediante el cual llegamos a ser hijos de Dios y herederos de su reino, es modelo, participación y copia de la muerte de Cristo. El bautismo es modelo de la muerte de Jesucristo, porque, así como Jesús por medio de la cruz ha padecido, del mismo modo a nosotros con el signo de la cruz se nos confiere el bautismo; así como Jesús fue sepultado en la tierra, de la misma forma nosotros somos sumergidos en las aguas del santo bautismo.

El bautismo es también participación en la muerte de Jesús, porque el bautismo aplica los misterios que representa y, por tanto, produce los efectos de la muerte de nuestro Redentor. La muerte de Cristo se nos aplica en nuestro bautismo de igual modo que si ella fuese la nuestra y nosotros estuviéramos crucificados con él; y es en virtud de esta muerte que a nosotros se nos quita todos los pecados, tanto en cuanto a la culpa, como a la pena.

Finalmente, se ha dicho que el bautismo es copia de la muerte de Jesús. Nosotros, al decir de san Pablo, somos bautizados «in morte ipsius», en su muerte; es decir, para imitar la muerte de nuestro Redentor. Por tanto, lo que fue la cruz para Jesucristo, eso es el bautismo para nosotros. Jesucristo fue clavado en la cruz para que muriera según la carne; nosotros somos bautizados para morir al pecado, para morir a nosotros mismos. Jesucristo en la cruz sufrió en todos sus sentidos; de igual modo nosotros por el bautismo debemos llevar la mortificación de Jesús en todos nuestros miembros; esto es precisamente lo que san Pablo escribe en la segunda carta enviada a los fieles de Corinto: «Llevamos siempre en nuestros cuerpos los sufrimientos de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo».

(19 de septiembre de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 174)